lunes, 4 de mayo de 2009

El Espacio Social: Instauración, Desarrollo y Crisis

Tensiones en la calle y en la lógica
El modo en que se articula el espacio –es decir en que se organiza, distribuye, califica o degrada– tiene una compleja relación con el marco social al que alberga. Es una consecuencia y, a la vez, una causa de la estructura económica y política, un efecto y un síntoma de sus modificaciones.
La dramática situación de nuestro país en estos últimos tiempos tiene manifestaciones directas en la espacialidad de nuestras ciudades. La crisis es tan devastadora y profunda que resulta necesario replantearse el carácter y generación del espacio tradicional, los indicios y movimientos que anticiparon y promovieron su denegación, y el destino u orientación de las transformaciones que lo socavan y alteran.
En este replanteo lo primero que salta a la vista es que la espacialidad que recibimos, y en la convivimos durante muchos años, está fuertemente amenazada. La segunda cuestión que manifiesta su urgencia es la necesidad de un método, un camino, o más precisamente la necesidad de ciertas lógicas para comprender y actuar.
La naturaleza de esas lógicas se revela apenas intentamos enunciar la temática, y aparece con la extraña cara de la figura retórica de la inversión: tanto podemos decir que se trata de la dimensión espacial de la sociedad, como decir que se trata de la dimensión social del espacio.
La lógica que anula la retórica y habilita el análisis es una dialéctica que opera siempre en la tensión y la integración de lo distinto o lo opuesto. Se trata de una lógica que va más allá de las palabras. Para señalar un ejemplo en otro orden de cosas, recupermos la dialéctica de lo recto y lo curvo:dialéctica que se manifiesta en la tensión de la cuerda que curva al arco, en la confluencia de la regla y el compás para elaborar las armónicas imágenes de la geometría clásica, o en la alternancia del arquitrabe y la bóveda como soluciones constructivas.
La noción de espacio social es producto de esa lógica: reconocimiento de la diferencia y elaboración de los vínculos que dan sentido a cada uno de los componentes.
Por otro lado, este principio se irá desgranando o escandiendo en dialécticas más específicas o particulares: así desarrollaremos lógicas del borde y el desborde, de lo real y lo virtual, de lo funcional y lo simbólico, del hablar y el habitar, de lo público y lo privado, de las formas y los comportamientos, de la norma y la transgresión, y muchas más que subyacen a la propia intención de estas palabras.

Bordes y derrames
Empecemos con una lógica y con una metáfora que abra camino a su comprensión y su operación. Optamos para este arranque por la lógica del borde y el desborde porque aparecerá recurrentemente y especialmente porque permitirá desencadenar y asociar a todas las demás.
Pues bien, la metáfora o la imagen para abordar la dialéctica del borde y el desborde puede ser la gota, pero no proponemos una imagen abstracta o académica sino una imagen doméstica, cotidiana. Una canilla que gotea lentamente, que gotea lentamente haciendo estallar cada gota sobre el embaldosado y entonces cada gota se divide en múltiples gotitas. Después de algún tiempo, algunas de esas gotitas se engrosan por sucesivos aportes, más tarde alguna recorre un breve trazo y se une a otra ampliando su perímetro.
Aunque podría decirse que ahora se trata de pequeños charcos insistiremos en seguir llamando a eso gota, a eso que se va hinchando progresivamente con el aporte de minúsculas porciones de líquido que corren por el piso como pidiendo un destino. Esa gota, tal vez ahora sí charco, sostiene su forma, contiene o es contenida por un nítido borde que la distingue de la sequedad del patio; un nítido borde explicado, definido y construido por la tensión superficial, por fuerzas internas que se resisten al derrame.
Sin embargo, inexorablemente sobreviene el desborde, y entonces tras unos rápidos zigzagueos, se definen nuevas gotas o charcos cuyos límites pueden ser apoyados por resaltos del piso o la curva de una maceta, delineados siempre por la tensión superficial.
El esquema se repite una y otra vez, salvo que se cierre la canilla imponiendo la sequedad, o un oscuro sumidero absorba todo con drástico final.
Lógicas del borde y el desborde, variadas e inagotables modalidades del derrame y la contención, de las sutiles fuerzas internas y las contingencias del tiempo y el espacio, de las pendientes y las depresiones, del ritmo del goteo y la mecánica de las agrupaciones.
La experiencia humana, esa precaria experiencia acosada por la disipación o la oscuridad, se origina, se mueve y se renueva con similar lógica, bordeándose en lo real, desbordándose en lo virtual.
Problemáticas del límite y el más allá, estableciendo oposiciones y nexos, puntuando vínculos y contrapuntos entre lo inmediato, nítido, seguro, sólido, perdurable, y lo dudoso, frágil, posible, nebuloso, peligroso, fascinante; entre lo que es sin más lo real, y también es sin menos lo real, frente a lo que es, con sus más y sus menos, lo virtual. O mejor aún, entre lo que básica y primordialmente, intenta mantener y defender la consistencia del ser, el lugar para estar, el tiempo de la existencia, y lo que se instituye para cuestionar y transformar.

Un vientre forestal
Lógicas tan necesarias, tan constitutivas de nosotros, que las podemos rastrear hasta aquel momento primero, o tal vez, solo primerizo, durante el cual parpadeó una precaria mente, la mente del primate que desafió los bordes de la foresta, y que con ese parpadeo inauguró una mirada y un camino que aún seguimos viendo y andando.
Esa mirada pudo mirar el ramaje y la hojarasca, es decir lo conocido y protector, lo dado y permanente durante milenios, pudo ver entonces, el ramaje y la hojarasca como bordes, como impedimentos.
Más decisivamente pudo entrever lo posible más allá de lo presente, pudo tal vez, discernir lo eventual y ensoñado, de lo efectivo y tangible, y pudo tal vez, entrelazarlos y confundirlos.
A la visión le siguió la acción, al reconocimiento del límite le siguió el traspaso del límite. Algunos primates bajaron de los árboles y se situaron en el sitio de la llanura, se posesionaron de la posición vertical en desafiante contraste con el plano horizontal, y así otearon o inauguraron el horizonte, la virtualidad infinita del llano.
Así inauguraron también una invencible compulsión: la obsesión del avance, el recorrido por todas las tierras. A lo largo de una muy lenta evolución sus sucesores establecieron en cada precaria instalación, los bordes que constituidos, tal vez, por la orilla del río y la altura del risco, le conferían alguna comodidad y reposo, pero sobre todo, definían los bordes de un territorio.
Sin embargo, siempre los bordes fueron desbordados, definiendo una especie que se derrama, que lenta pero inexorablemente se derrama ocupando todas las tierras y todos los climas: una especie que siguiendo el mandato ancestral se capacita para derramarse, para abrir una y otra vez las ramas de aquel lejano vientre forestal.

Hablar y habitar
Y nosotros somos, o llegamos a ser, sólo impelidos por el tránsito a través de la sistemática elaboración del hablar y el habitar, transitando a través de la producción de una lógica que produce desde la misma matriz el hablar y el habitar.
Millones de años para aplacar, solo aplacar, el tiránico impulso de los instintos, para poner algún límite a las reacciones y trasmutarlas en respuestas. Millones de años para trasmutar alguna cosa en utensilio, para mutar la especie con una marca indeleble, con la indeleble y casi indefinible marca de la cultura.
Algo fue utensilio no sólo porque con ello se pudo cortar o golpear o guardar, algo fue utensilio porque se lo preservó mientras no estaba cortando ni golpeando ni guardando, mientras sólo sostenía la posibilidad de cortar, golpear o guardar, mientras su uso era pura y decisiva virtualidad, mientras era puro y decisivo símbolo, recordada memoria de usos pasados, imaginada prefiguración de usos futuros.
Los utensilios requerían algo más, los utensilios que habilitaban el habitar sólo podían completar su plena conformación mediante su esencial entrelazamiento con la palabra, con el esencial hablar.
Voces efímeras en su enunciación pero firmes por su repetición, voces que designaban y asignaban, y que las cosas requerían para completarse como cosas, voces que no esperaban la presencia de las cosas, puesto que en la operatoria de mencionar hacían oscilante y compleja, real y virtual, la presencia y la ausencia. Palabras que definían un paso necesario para trasmutar las cosas, palabras necesarias para transformar las cosas en objetos; voces que el objeto suscitaba, y extraña pero decisivamente voces que suscitaban al objeto.
Y así el primer y sustancial enlace del hablar y el habitar; hablar y habitar construidos por la especie humana, hablar y habitar construyendo la humanidad de la especie.
Solamente hablan y habitan los hombres; cualquier aproximación o correlato, sea con el piar o el gruñido, sea con el anidar o el ocupar, es tan lejano o ínfimo que la diferencia no exige demostración; la diferencia requiere explicación: encontrar la discontinuidad, rastrear el fundamento de la discontinuidad.

Cuando los utensilios tuvieron forma
Imaginemos un escenario y una escena: en el centro, rodeados por la naturaleza, extraídos y resguardados del medio, están unos pocos utensilios, simples y esenciales, como la piedra afilada y la cáscara contenedora.
Entonces alguien realiza una operación insospechada, una operación casi imperceptible, pero una operación desbordante de sentido. En esas cosas que están yaciendo ahí, como predispuestas en el medio de la escena, alguien distingue, podríamos decir que corta, y podríamos decir que después separa, la forma y la materia.
Reconoció, por una lado la resistencia y el peso del sílex, y por otro lado, la configuración acuñada que proveía el filo y la linealidad que lo extendía; advirtió, por un lado la impermeabilidad que adquiría la calabaza, y por otro lado, la continuidad y la redondez de la superficie. Y, digamos, desmoldó la forma, y así la separó de la materia, como si fuera un sutil envoltorio que puede ser extraído sin deformación ni coloratura.
Esa forma, esa horma, ese molde que había desmoldado, y que de algún misterioso modo había conservado, pudo entonces transferirla a otras materias; fue entonces, verdadero productor.
Pero hubo algo más: con esa operación excedió un límite, rompió el más fuerte de los bordes. Desmembró la cosa de un modo que las cosas no admiten; por eso conjuntamente con la osadía de nombrarlas, cuestión que la mera cosa tampoco admite, desbordó las cosas y las instituyó objetos.

Cuando se hizo la técnica
Lógica del borde y el desborde, construcción de un límite, delimitación de un reparo y traspaso del cerco, ansiedad irreprimible por lo posible y hasta por lo imposible.
Y entonces, se encaminaron otros pasos: elaboración de un nuevo objeto, algo que no parecía tener uso alguno, que no servía para satisfacer ninguna necesidad o deseo, ese objeto solo servía para hacer otros objetos.
Esa nueva cosa ya no era solo cosa ni tampoco era solo objeto ni era utensilio: eso era instrumento. Cosas para hacer cosas, objetos para hacer objetos, necesidad de atender a las necesidades, deseos de acrecentar el deseo; y más aún: cosas para hacer cosas que hagan cosas y deseo de alimentar el deseo de otros deseos.
Y entonces fue la técnica, explayándose en tejedurías y curtiembres, en alfarerías y cocciones, en desbastes y ensamblajes, y al fin, en cultivos y calendarios.
Nuevos ejercicios del borde y el desborde: delimitación de modos de producción y de modos de socialización conjugados con cada grupo de técnicas, pero también cada grupo de técnicas exploradas y explotadas hasta su explosión, hasta sobrepasar sus propias posibilidades, hasta trasmutar, superar, ocultar u olvidar las antiguas modalidades de la acción y la interacción.
También en el procesamiento de las lenguas impera la misma lógica: constitución ejemplar de una matriz contenedora en tanto inevitable lengua materna, y en tanto precisa cápsula ordenadora de lo real y, a la vez, inevitable y permanente variación, sea sutil y casi imperceptible movimiento o más abrupta o impuesta sustitución.
Aquella Torre de Babel donde se condensa y se dispersa la comunidad del lenguaje y de la construcción, resulta reiteradamente, cíclicamente, erigida y abandonada, ensoñada y aborrecida.
Estas reservas o acumulaciones progresivas de utensilios e instrumentos, de nombres y cánticos, instauran el hablar y el habitar de cada horda, grupo, o clan. Reservas semánticas que exigen y requieren la comunidad, bordes de cada pueblo que se conjugarán con los desbordes de la guerra y la exogamia.
Y también ampliadas colecciones de palabras y objetos que van a ir inscribiendo bordes internos, demarcaciones de penalizado sobrepaso, que se disponen cada vez más acentuadamente según el principio de la posesión y la inhibición. Algún grupo detentará la tenencia y uso de las armas, otro se asignará, o se le asignarán, los utensilios del ritual de la comida, otro quedará asociado a la vestimenta.
Apropiaciones, asignaciones, restricciones: modos estrictos de pautar y escandir las habilitaciones y las prohibiciones.

La apertura de los sitios
Recordemos aquella escisión producida donde parecía que no pudiera realizarse, y sobre todo aquella capacidad para el retiro de un envoltorio intangible, a la vez, etéreo e indestructible; recordemos que así se generó la forma y que ella estuvo dispuesta durante largo tiempo para su reencuentro con la materia a través del trabajo humano.
La forma se plenificó, desbordando sus anteriores dimensiones cuando se proyectó en sitios. Desarrollo, dilatación y reconfiguración del habitar; sistemática de los sitios y las ceremonias, de las conformaciones y los comportamientos, a través de la producción de los ámbitos. Prefiguración y concreción de una espacialidad alcanzada cuando la forma se reformula, y con ella se señalan, proponen, disponen y delimitan el actuar y el decir. Sitios donde las conductas se nominan y legitiman o se abominan y excluyen.
Fundado en la materialidad y el simbolismo, fundiendo la funcionalidad y el significado, el sitio solo se constituye y se sostiene definiendo un dentro y un fuera, partiendo el espacio en interior y exterior, construyendo el ámbito y el perímetro.
El ámbito: habilitante y condicionante de los comportamientos que el propio ámbito instaura, por lo tanto especificación, y por lo tanto discriminación del espacio.
Para todo esto el sitio requiere establecer su límite, indicar su perímetro, mediante la construcción del muro: una separación neta, un trazo indeleble. Pero el muro no puede cerrarse sobre sí mismo, en rigor no puede acabarse, está en la categoría de las cosas incompletas; pero el muro tampoco puede ceder o abolirse porque entonces caería su sentido.
Establecer un borde para oradar ese borde; será necesaria, entonces, una maniobra más sutil: deberá generarse la puerta. La espacialidad se instala con la puerta, a través de la puerta; generando un tamiz, tamizando el espacio.
La puerta en su abrir y cerrar duplica el sentido del tamiz: a uno y otro lado del umbral se ubican las prácticas habilitadas y las prácticas prohibidas; a uno y otro lado del umbral los admitidos y los rechazados. La puerta entonces, tamiz de discursos y actuaciones, tamiz también de rangos y cataduras.
La puerta no suele ampliarse para facilitar el acceso, para invitar al ingreso, la puerta monumentalizada, entonces portal, suele ser refuerzo del control, redundancia de su función discriminatoria. No es frecuente que los complementos del portal estén destinados a la bienvenida, desde el pelotón de guardia al portero-visor siempre refuerzos del mecanismo selectivo.
La cordialidad de la puerta solo admite una figura: la apertura, la franca apertura para franquear la puerta.

Escritura y ciudad
Pero habrá otras escalas a escalar, otras imbricaciones de lo real y lo virtual, en este largo recorrido de los hablantes y habitantes.
Será necesario habitar la arquitectura y hablar la escritura: el hablar desplegándose en la espacialidad de los grafismos, y el habitar especificándose en la diversidad de las imágenes.
En la simultánea y mutua constitución de la arquitectura y la ciudad se reconoce el poderoso juego de las imágenes que aseguran la diversidad y de la diversidad que requiere de la imagen. Habitar la ciudad exigirá leer la ciudad, desentrañar su código de equivalencias y diferencias; habitar la ciudad será intercambiar en la ciudad: mercancías y saberes, poderes y placeres.
La construcción de la ciudad exige un nuevo desborde, demanda desmontar la homogeneidad general de la aldea para sustituirla por esa heterogeneidad, por esas diferencias que califican y definen la ciudad. Un desborde que reemplaza el principio de la colección por la finalidad de la especificación.
La ciudad implica ámbitos especificados e imágenes identificatorias, la ciudad implica constituir y por lo tanto diferenciar múltiples entidades: el templo y el palacio, la escuela y el taller, el hospital y la plaza, el mercado y el circo, la vivienda y la calle. En complicidad con la arquitectura la ciudad resolverá estas exigencias de muy distintas maneras.

Las caras de la ciudad moderna
En Europa Occidental, cuando despunta la modernidad, se conforma una ciudad guiada por la maravillada mirada instaurada por la perspectiva renacentista, de la mano de esa rigurosa e impostada mirada se construye una ciudad que es, básica y esencialmente, una ciudad de fachadas.
Se las verá multiplicadas y replicadas: organizadas por la estética de las simetrías o de los equilibrios complejos, rehundidas o expandidas en texturas espaciales, acogiéndose a la abstracción de la planimetría o explayándose en quiebres y ondulaciones.
Las fachadas de la ciudad no son meras fachadas, en el sentido de lo que podría o debiera desplazarse para encontrar la verdad del verdadero rostro. Las fachadas son sus rostros, con gestos auténticos o engañosos, con sus perfecciones y sus deterioros.
Es decisivo entender que las fachadas no son inevitables, que son puestas y son miradas por la posición de la modernidad, por la mirada de la modernidad; no son el mecánico límite que a toda construcción contiene: son el intencionado continente de una especificidad que exige ser mencionada.
La fachada puede ser evitada, borrada su entidad significativa, mediante tres procedimientos básicos: por medio de la reiteración exacta porque la pluralidad le es constitutiva, puesto que una ciudad con un único y reiterado plano de cierre para todas sus construcciones no contiene ni siquiera una fachada, ha anulado la categoría; por medio de la aproximación excesiva, pues en la estrechez de la callejuela o el pasillo se ha ahogado la fachada; y por medio de la tapia, principalmente por medio de la tapia, por esa superficie que se pone en el medio y cuya consecuencia no es tapar la fachada sino denegarla.
La operación renacentista no es tan simple ni tan directa, apela primero a la exacerbación de la muralla, de la tapia que tapia la ciudad, elimina todas las otras tapias concentrándolas en un único objeto, un diseñado paramento donde coinciden los ideales estéticos y técnicos: la muralla ideal de la ciudad ideal del Renacimiento, fortificación que involucra todo el saber de la arquitectura militar de la defensa, y toda la sensibilidad de un arte obsesionado por la unidad, la simetría y el orden.
Perfecto canto del cisne con el que la modernidad despide a la tapia para abrirse en plenitud a la apertura de la ciudad.

Un nuevo marco para la mirada
Entonces, la ciudad de la modernidad, la ciudad de fachadas, sosteniendo y reafirmando, con especial énfasis y de particular manera, la diversidad social y operativa que se instaura con la ciudad.
Y entonces la ventana, –que más allá de su funcionalidad dispuesta para la entrada de luz y aire– será el dispositivo que habilita un nuevo y diverso tamiz de la espacialidad, un complejo y matizado tamiz de la espacialidad. La espacialidad del ámbito demandó el tamiz de la puerta, pero la ventana circula por otro nivel de sentido, otro nivel de sentido circula a través de la ventana. Ya no se trata de la facticidad del ingreso, de la decisiva pero unívoca ubicación del cuerpo, ahora se trata de las sutiles mediaciones de la mirada.
Ventanas para que desde adentro se vea el afuera, ventanas para que desde afuera se vislumbre o adivine el adentro, ventanas a través de las cuales, desde el interior, la mirada hace irrumpir la ciudad en el ámbito, irrupción deseada y temida y por eso filtrada y velada por cortinados y postigos. Ejercicios cotidianos y ya casi inconscientes en el habitar la ciudad aventanada de la modernidad.
Tamices y matices de la espacialidad que hacen vibrar las categorías de lo privado y lo público, que las articulan en intermediaciones, que las difuminan en transparencias y veladuras, que las confirman con emblemas y heráldicas. En rigor, es la ciudad de la modernidad la que confiere entidad plena al espacio público y al espacio privado, y lo hace con los mismos medios y los mismos gestos con que los vincula y los tensiona.
Fachadas, puertas y ventanas, tensos bordes siempre prontos a estallar, siempre dispuestos a regular, a contener. Una operación que convoca la mirada y que luego la detiene en el tejido de sus emblemas y translucencias, como un ropaje que valora y exalta a la vez que cubre y tal vez engañe.
Fachadas de puertas y ventanas, para hacer menos divisorio el plano divisorio, para que funcione como indicio y parpadeo, como invitación y anticipo.

Indicios y mecanismos de la crisis
Así la modernidad imaginó y construyó una de sus obras cumbres: la ciudad de la modernidad. Hoy se encuentran indicios suficientes para pensar que se están merodeando, y casi seguramente trasponiendo, los límites que definieron esa ciudad.
Nuestra crisis es –entre otras cosas pero seguramente como un componente de singular relevancia– una crisis o ruptura de la espacialidad que nos albergaba como conjunto. Están desapareciendo las ventanas y reapareciendo las tapias, todavía más: se reinstalan las murallas y proliferan las callejuelas. Espacio público y espacio privado se discriminan tan tajante y groseramente, que el primero se convierte en tierra de nadie o lugar de disputa y el segundo tiende a ser búnker inaccesible o refugio precario.
Analicemos la cuestión de las ventanas. Una primera señal de alarma, o indicio de dificultades serias, es la proliferación de los grandes edificios acristalados. La ventana, componente necesario de la fachada, se expande invadiendo la totalidad de la fachada, hasta alcanzar finalmente el edificio entero. Pero cabe preguntarse: en esta contigüidad sin cesura ¿hay infinidad de ventanas? ¿hay solo una? o acaso ¿ya no hay ninguna? cuando la ventana se disuelve en la sobreactuación.
La respuesta puede intentarse a partir de los casos, cada vez más frecuentes, en que el edificio acristalado es también edificio espejado. Se trata de una fachada que ya no dice de sí sino de alguna otra, ya no es rostro sino enunciada máscara. Si imaginamos el horizonte de este camino encontraríamos espejos contra espejos, renuncia al rostro e imposibilidad de la máscara. La ventana, anónima e ilimitada, ya no habilita la conjetura ni la comunicación, el edificio quizás resulte tan opaco como si estuviera revestido con planchas de plomo.

Oquedades y marginaciones
La ciudad de la modernidad es ciudad de fachadas; rechazo del resguardo, las estrecheces y las sinuosidades del pasillo; es ciudad de fachadas, renuncia de la economía de la uniformidad, eligiendo y configurando la economía de la diversidad y la competencia; es ciudad que reniega de la tapia, de la interposición que excluye la fachada.
Sin embargo, la ciudad de la modernidad no otorgó a estas negaciones carácter irrestricto o absoluto. La ciudad de fachadas y ventanas denotaba su intencionada naturaleza, aceptando cesuras puntuales de la fachada y la ventana, sea a través de la preservación o recreación de pintorescas callejuelas, o aceptando las tapias de algún cuartel, hospicio o cárcel; tal vez esas pausas remarcaban su acento.
Pero la ausencia de la ventana y la proliferación de la tapia parecen tender a ser el nuevo acento, el rasgo distintivo que marca la transposición del límite, quizás la disolución de esa ciudad. Las bases de la ciudad de la modernidad son violentamente socavadas cuando notorios hitos, cuando espléndidas edificaciones, anulan las aberturas o levantan tapias escamoteando la fachada y la ventana, impidiendo la matizada fluidez de la espacialidad que los tamices habían instituido.
El hipermercado y el shopping son oquedades de la ciudad, agujeros negros del espacio ciudadano; haciendo ausentes o irrelevantes las ventanas, solo viven un adentro en los que se fantasean las calles y las plazas, el día y la noche, las aves y las flores, solo viven un adentro en los que se fantasea una vida sin pobreza, sin intemperie, sin violencia.
La presencia de la tapia es provocadora de más y mayores oquedades. La tapia se opone a la sutileza del tamiz, porque su opacidad es conceptual y social, y no importan entonces, ni su altura ni su densidad. No se la puede eludir o sortear espiando a través de la tapia, porque se trata de penalizada y vergonzosa espía, y porque se sigue estando detrás de la tapia.
La torre exenta, impostada en el medio de la manzana, rodeada de jardines y rodeada –esencial y decisivamente– rodeada de rejas, está eficaz y efectivamente ubicada tras una tapia. Esas torres no tienen ventanas, apenas miradores; su emergencia vertical no las incorpora a la ciudad sino al panorama, señal precisa de un señorío tecnológico y financiero.
Oquedades o discontinuidades mayores en extensión y en intención se verifican con la presencia de los múltiples countries y barrios cerrados. La longitud que adquíeren los cercos hace que ya superen la noción de tapia y se transmuten en verdaderas murallas. Las murallas –sean o no justificadas en términos de seguridad y de aséptico reencuentro con la naturaleza– vuelven después de siglos en que estaban anuladas para la vida civil, y en su operatoria vuelven con sus necesarios portales de control, generando una espacialidad interna que es, a la vez, remedo y desdén de la vida ciudadana.
En las antípodas sociales y económicas, las múltiples y multiformes villas y enclaves degradados determinan otros modos de discontinuidad del espacio urbano: reinstalan códigos de guetos, pasillos y límites tan informales como infranqueables.
Es alarmante verificar que todas estas operatorias no parecen responder a la voluntad de renovar los sitios o las ciudades sino al designio de renegar del sitio o la ciudad que nos incluya a todos

Horrores e hipocresías
La diafanidad de la luz que veneró la modernidad nos hace ver con desconfianza el ocultamiento que construye la tapia. Sin embargo, aceptemos que en otros contextos y bajo otras miradas también la tapia supo ser un instrumento capaz de modelar otros habitares.
Las tapias que guardaban los cármenes donde las hijas y las protegidas del sultán discurrían sus horas despreocupadas, despertaban el ingenio siempre eficaz del amante osado, según nos ilusionan cien y una historias de las Mil y Una Noches.
En la terrible y real proximidad de los “chupaderos” de la Dictadura se incursiona, como era de esperar, en una modalidad más perversa: aquello que funciona como tapia ya no cubre sino que encubre. Aquella tapia que suena casi honesta y sincera se contentaba con envolver, la cercana tapia del horror estuvo destinada a disolver.
Aunque menos lacerantes, están también entre nosotros otros procedimientos para ocultar el ocultamiento que constituye a la tapia. Si en el pasado algunas murallas se envanecieron de su solidez y calidad, si fueron aquello que primariamente se construye, hoy son aquello que secundariamente se diluye.
La tapia puede mantener inclaudicable su función pero sin decirse tal, produciendo una difracción de la mirada y acaso una distracción de la conciencia: ya no oculta lo velado, disimula el velo que esconde lo velado.
Otra vez, operatorias que no responden a la voluntad de renovar los sitios sino al designio de renegar del sitio que nos incluya a todos.
Sin equívocas nostalgias, sin falsificaciones de un pasado plagado de injusticias, sin embargo, debe asignarse a la ciudad de la modernidad la condición decisiva de establecer un sitio producido y habitado por el común, un sitio tramado y atravesado por la abierta disponibilidad del espacio público y la confiada ocupación de los lugares privados, un sitio en el que rigen y se reconocen similares modos de hablar y de habitar.
Es necesario recordar que esa ciudad –que aún hoy es en gran medida nuestra ciudad– se generó con poderosos instrumentos y sentidos. Entre ellos es importante la perspectiva –que posibilitó la prefiguración y con ella reformuló la arquitectura– y no menos relevante es el nuevo despertar de la filosofía y la ciencia –que promueve la ilusión de progreso sobre la base de la racionalidad y la crítica– la revolución de la tecnología –que enlaza la idea con su concreción– y ciertamente el desarrollo de las fuerzas sociales –que desplazan al orden medieval y que se manifestarán como movilidad y competencia–. Cualquier sustitución que se intente, no puede fundarse en oportunismos o ventajas mezquinas sino que debería estar a la altura de aquellos instrumentos y sentidos y, dada la experiencia, debe plantearse con claridad que la plenitud y la libertad humanas son sus únicas metas legítimas.

Las ventanas de las infinitas imágenes
Puertas y ventanas como tamices de la espacialidad, como bordes predispuestos al desborde del atravesamiento, instituyendo así la economía de la espacialidad; puertas y ventanas pivotando así desde hace largo tiempo entre la realidad y la virtualidad.
Desde hace breve tiempo real y virtual adquieren otra acepción, otra dimensión, otra potencia. La oscilación de la presencia se hace presente con la fuerza que le provee la retórica de la tecnología y la incidencia en lo cotidiano. Un violento desborde, un amplio derrame que modela un cauce por el que parece que todo se renueva, se revuelve y se transforma.
Nuevas, insospechadas ventanas se abren cuando se encienden las pantallas de los televisores, pantallas sospechosas según las interpretaciones que el diccionario y el uso común admiten para la palabra pantalla: Dice el diccionario, pantalla: “aquella lámina que puesta alrededor de la fuente de luz evita que se hiera la vista y así mejora la visión” y también, pantalla: “aquella persona o cosa que puesta delante de otra la oculta o le hace sombra”.
Ahora ventana que no se abre a una u otra calle, ni al norte o el sur; ventana dispuesta a todos los escenarios y todos los rumbos. Ventana aparentemente dócil, técnicamente controlable, ventana potencialmente controladora.
Yendo un poco más atrás aparece otra pantalla donde aparecen el mundo y sus historias: la pantalla de cine. Pantalla que convoca al asombro compartido, temporal y espacialmente compartido, corporalmente compartido, pantalla para un público que ve correr y descorrer un telón, como ceremonial anticipo y conclusión, de aquella inmersión en ese mundo bidimensional donde todo puede ocurrir, desde lo trivial a lo maravilloso.
Entonces, el cine como puerta, como puerta real según el juego claro y rotundo de los cuerpos en el espacio y en el tiempo de la sala de espectáculos, como puerta virtual según el juego complejo y sutil de los destellos de luz iluminando mundos que alternan la vocación de fantasía con la intención del registro minucioso y exacto.
Pantallas del cine y la televisión, pantallas entre cuyos bordes circula el desborde de la multiplicación y diferenciación de las imágenes; otras puertas y ventanas, otros tamices por donde circula una nueva espacialidad, construyendo otra mirada, otra subjetividad, definiendo un nuevo y amplio borde.
Pero la inexorable lógica del desborde que sobreviene a todo supuesto límite, superando o arrasando, o tal vez mejor, superando y arrasando, se muestra potentísima con la pantalla del monitor de la computadora.
Ventana que supera los bordes mismos de la noción de ventana, o puerta que se abre a un espacio de otro mundo, o dicho de otro modo, a otros mundos de la espacialidad.
Lo conocido y tangible, lo habitual y consistente, empieza a ser indiscernible respecto de lo construido e imaginario; lo real y lo virtual se superponen y se reemplazan. Por otro lado, se producen otros lados, es decir otras figuraciones y otras métricas: inéditas, legalizadas en su coherencia virtual, productos de la imaginería más rigurosa y más abierta, anunciando las transformaciones más prodigiosas en la realidad más concreta, es decir en las materias y las emociones.
Se puede, a través de ellas, observar el mundo entero y se pueden operar la producción y la superposición con grados tale de multiplicidad y velocidad que superan nuestras fantasías más desbocadas.
También se puede, a través de ellas, ser fisgoneado y controlado el día entero, y se pueden manipular nuestra producción y nuestra posición con grados tales de eficacia y exactitud que superan nuestras pesadillas más temidas.
Ciertamente hoy parece que casi todo se puede, pero entre lo que se puede y lo que se debe hay una distancia, entre lo que se puede y lo que se hace hay una distancia, entre la aceptación de la fatalidad y el ejercicio de la responsabilidad hay más que una distancia, hay una diferencia.
Y esa diferencia la hacemos cada uno de nosotros.

La espacialidad en la consumación de la crisis
En la incertidumbre de nuestro presente habrá que reconstituir, discutir y valorar el sentido de la ciudad –y con ella el sentido del ámbito, de la puerta, la ventana y la calle–. La situación actual nos sumerge a todos en el desconcierto, y a muchísimos en el sufrimiento y la humillación; genera de modo inmediato un abanico de reacciones: desde la violencia extrema y salvaje a los actos de solidaridad y afirmación de la dignidad.
Esta consumación de la crisis será algo distinto a una terrible hecatombe si como respuesta se instauran nuevas instituciones, y entre ellas necesariamente nuevas instituciones espaciales. Esta tarea es difícil y no está asegurada, no puede ser individual sino que requiere la participación de muchos, su resultado no puede ni siquiera avizorarse porque de eso se trata, de instaurar instituciones y sentidos que aún no pueden avizorarse. Sin embargo, es necesario reflexionar y operar la determinación de la espacialidad, porque es ahí donde se genera, o donde se niega o se enmascara, un lugar para el habitar de los pueblos.

Roberto Doberti

Agosto de 2002

1 comentario:

  1. hola me gustaria saber si tenemos alguna forma de comunicarnos con nuestros jtp. la mia es la arq silvina barraud.desde ya muchas gracias. Ma. A. Mina

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